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Estrellas de una constelación

Catalina Ruiz

Recordamos a Valeria Ronchetti, una de las primeras compañeras de Chiara Lubich, que falleció en agosto pasado. Una vida intensa entregada para «que todos sean uno».
Pude entrevistar a Valeria Ronchetti, conocida como Vale, en varias ocasiones. Su conversación era siempre sustanciosa y nunca banal. Quien la conocía, no podía dejar de sentirse fascinado por esa extraordinaria fuerza moral que emanaba de su fe cristalina en el carisma del que Dios la había hecho partícipe. Con el paso de los años había mantenido un porte vigoroso y ese andar elástico de quien ha hecho mucho deporte. En esas entrevistas me habló de su pasión juvenil por el atletismo y la equitación. Había cultivado también la pintura, la escultura, el grabado, la marroquinería, el trabajo con seda… «y todo –concluía– me parecía nada. Aunque estaba metida en los estudios y en muchas actividades que me gustaban, una crisis que había pasado en la adolescencia me hacía sentir que todo era inútil, pues al final todo se acaba, muere. »Recuerdo que mi hermana Angelella, trece meses mayor que yo, intuyó mi estado de ánimo y me trajo una oración que había encontrado en alguna parte: “Manifiéstate, Señor, de una manera tan clara e impetuosa que no pueda resistirme ni rechazarte”. La leímos juntas a los pies de la cama, de rodillas y con la luz apagada, pues los trentinos tenemos cierto pudor de manifestar nuestros sentimientos. Y Dios, como buen caballero, no se hizo esperar». Vale y Angelella conocen a Chiara Lubich en la primavera de 1944, año crucial para el desenlace de la Segunda Guerra Mundial. Debido al enlace ferroviario que unía Italia con Alemania, la ciudad de Trento se había convertido en un objetivo indefenso de las incursiones aéreas. Y justo en ese periodo tan duro, en la ciudad se estaba notando un fermento de vida basada completamente en el amor evangélico, casi como un antídoto contra tanto odio y crueldad. Lo que más desconcertaba a no poca gente era que semejante mensaje lo proclamaran unas cuantas chicas, todas muy jóvenes. La animadora del grupo era una joven maestra, Silvia Lubich, enamorada de la figura de Clara de Asís, de quien tomó su nombre. A su alrededor se iba formando casi una constelación, el núcleo de lo que luego sería el Movimiento de los Focolares.

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