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Forman parte de mí

Rosa María Ruiz

«Poder amar, tener la posibilidad de amar siempre. Al principio lo veía como un desafío y una meta. Con el pasar de los años veo que es un camino largo en el que hay que recomenzar siempre».
Conocí el Movimiento de los Focolares en los años 60 en Barcelona en una reunión a la que asistí por compromiso y… sin muchas ganas. Sin embargo, aquél resultó un día muy especial y sencillo a la vez. Nos contaron los inicios del movimiento, cuando durante la Segunda Guerra Mundial Chiara Lubich y un grupo de chicas eligieron a Dios como el ideal de sus vidas –«Todo se derrumba, sólo Dios permanece»–, y cómo en los refugios, a la luz de una vela, leían el Evangelio y cada palabra pronunciada por Jesús les resultaba nueva, sobre todo las que hablaban del amor: «ama a tu prójimo como a ti mismo», «amad a vuestros enemigos», «amaos como yo os he amado»… A esto le siguieron unos testimonios que hacían ver cómo se podía vivir concretamente el Evangelio. Y todo ello en un clima de familia muy acogedor. Ése día llegué a casa feliz; algo dentro de mí había cambiado. ¡Yo también podía amar! La oficina donde trabajaba estaba situada en un barrio del puerto, una zona un poco deprimente. Cuando llegaba allí todas las mañanas a las 8, veía siempre esos rostros macilentos, ojos cansados por falta de sueño, huellas dejadas por el alcohol…, mucho dolor. La mañana después de aquel encuentro todo era diferente; sentía la alegría de poder amar a cada persona con una sonrisa, con una palabra, con una mirada que no expresaba temor, indiferencia o juicio. A partir de aquel día todo fue diferente; traté de construir puentes con pequeños detalles que no pasaban inadvertidos. Un día estaba sola en la oficina. Era viernes y me había quedado para cerrar la caja. Estaba totalmente abstraída haciendo mi trabajo cuando levanto la vista y veo a un joven con una pistola en la mano que, apuntándome, me dice: «¡Abra la caja!». Me di la vuelta y mientras metía la llave en la cerradura, recordé la frase de Jesús que vivíamos ese mes: «Padre, no te pido que los separes del mundo sino que los preserves de todo mal». Cojo todo el dinero que había en la caja y mirándole a los ojos, le digo: «Aquí está todo, pero si quieres te doy también el poco dinero que tengo, el reloj…». «¡No! –respondió–, lo tuyo no». Y se fue. Por unos breves instantes había sentido miedo, después una gran serenidad y confianza. Dios llama en el momento menos pensado. Como hizo con los apóstoles, yo también sentí que Jesús me decía: «Ven y sígueme». Y así, sin más, dejas padre, madre, una futura familia, tu tierra, para seguirlo en una aventura divina que continúa todavía hoy.

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