«Yo he venido para traer fuego
al mundo, y ¡cómo me gustaría que ya estuviera ardiendo!» (Lc 12, 49)
En el Antiguo Testamento el fuego simboliza la palabra de Dios pronunciada por el profeta. Pero también, el juicio divino que purifica a su pueblo, pasando por en medio de él.
Así es la Palabra de Jesús, construye, pero simultáneamente destruye lo que no tiene consistencia, lo que tiene que caer, lo que es vanidad, y deja en pie sólo la verdad.
S. Juan Bautista había dicho de él: «Él os bautizará en Espíritu Santo y fuego»2, anunciando el bautismo cristiano inaugurado el día de Pentecostés con la efusión del Espíritu Santo y la aparición de lenguas de fuego3.
Por tanto, ésta es la misión de Jesús: arrojar fuego sobre la tierra, dar el Espíritu Santo con su fuerza renovadora y purificadora.