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Escuchar, escuchar, escuchar

Andrés Cruz

Seguimos publicando los testimonios que se pudieron oír en la última Mariápolis. En esta ocasión es un sacerdote quien nos introduce en su tarea de capellán penitenciario.
Hace más de 17 años, la mitad de los que llevo como sacerdote, el Señor me hizo el gran regalo de poder poner en práctica, al pie de la letra, aquella frase evangélica: «Estuve en la cárcel y viniste a visitarme». Cada mañana, cuando recorro los 8 km que hay desde mi casa hasta el centro penitenciario donde trabajo como capellán, me preparo al encuentro con Él y le pido ser capaz de reconocerlo y amarlo en aquellos que se acercarán. Y muchas veces es así. Recuerdo una experiencia reciente. Llegué al módulo 5 buscando a un chico que me había pedido que hablara con él. Según entraba, otro me salió al encuentro pidiendo lo mismo. Le dije que le atendería cuando terminase con el que me esperaba. Así lo hice. Enseguida percibí que el asunto era delicado. Me esforcé por escucharle hasta el fondo, sin juzgarle y evitando hacer preguntas que resultasen inoportunas. Aquel encuentro fortuito terminó en confesión. Esta experiencia resume bien lo que hace un capellán en la cárcel: escuchar, escuchar y escuchar. Es lo que más necesitan: ser escuchados y comprendidos en sus múltiples y variadas situaciones. Y si después de ser escuchados, reciben una palabra de ánimo sincero, de aliento y estímulo, seguro que les has alegrado el día, la semana y quién sabe si hemos puesto la primera piedra para un cambio de situación. La acogida de estos reclusos en el Hogar Santa Engracia (santa titular de mi parroquia) es igualmente la ocasión para conocernos mejor y entrar en una relación más profunda. La gran mayoría de los acogidos son extranjeros. Tenemos más de un treinta por ciento, y por su condición de tales, no pueden disfrutar de los reglamentarios permisos si alguna institución no les da la acogida. Por suerte, vivo con mi madre y mi otro hermano sacerdote en la vivienda familiar, así que no necesito la casa parroquial que, en cuanto pude amueblarla y dotarla de los servicios necesarios, se convirtió en la “casa de todos”. En el año en curso, hasta el mes de agosto los beneficiados han sido unos treinta en 59 permisos disfrutados. Su presencia en la casa es la ocasión para entrar en una relación más profunda y, en bastantes ocasiones, contactar con sus familias, algunas de las cuales vienen a estar con ellos y comparten el fin de semana. Recientemente he podido vivir muy de cerca la experiencia de un portugués que salía por primera vez, después de tres años sin ver la calle. Fue precioso acoger y acompañar a los distintos miembros de la familia que fueron viniendo cada día, conversar con ellos y apoyar y reforzar la petición de perdón que él hacía por el daño causado. Aunque el barrio en el que se encuentra la parroquia no es el ideal para ellos, pues hay mucha droga, con la gente más cercana a la parroquia y con los vecinos de la calle, vamos logrando una acogida y cercanía que al principio no parecía nada fácil. La verdad es que ellos mismos han ido generando esa confianza, porque hace dos años arreglaron todo el tejado de la vivienda parroquial y pintaron todo el exterior e interior de la misma. La iniciativa fue suya, y surgió con absoluta naturalidad y generosidad por su parte.

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