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ESAS COSAS

Manuel Morales

No somos “hijo único”
No lo somos. Pero no hace falta mucha perspicacia ni una gran dosis de humildad para ver que es muy frecuente considerarse tal. El “complejito de hijo único” nos amenaza en todos los ámbitos de esta gran “familia numerosa” que somos. Si no estamos atentos, sentirse exclusivo y convertirse en excluyente es una tentación tan antigua como el ser humano, una forma de individualismo. Se nos empobrece la inteligencia, se estrecha el espacio del corazón, se reducen los esquemas mentales, nos hacemos “partidarios” y entramos en confrontaciones absurdas. Y mientras se trate del club de fútbol, la tertulia puede resultar animada y simpática, pero hay ámbitos más delicados y peligrosos. Se nos nota qué periódico leemos, qué tertulia de radio o tele seguimos, a qué partido votamos, qué comunidad autónoma amamos... Nada que objetar si conserváramos el respeto, la consideración, la objetividad, la generosidad y el afecto –¿por qué no?– hacia quien lee otro periódico, sigue otra tertulia, vota a otro partido, ama otra comunidad autónoma... ¿Difícil? ¿Pero no exige eso la verdadera política, el bien común? La religión es el otro gran tema. Las convicciones que mantengo, la fe en que he crecido, la Iglesia a la que pertenezco, la congregación religiosa, el movimiento, la asociación, la espiritualidad… ¿Tendrá que ser necesariamente todo eso objeto de celotipia, distanciamiento y hostilidad? Será todo lo difícil e idealista que se quiera, pero hay mucha gente empeñada en demostrar que la fraternidad universal no es una utopía, sino una categoría vital, aplicable también a la economía, la justicia social, la política, el deporte... ¡De nuestros comportamientos cotidianos: la apertura, el encuentro, la escucha! Se trata de una verdadera revolución cultural. Realizaciones colectivas muy concretas en muchos lugares del planeta lo demuestran ya. Son pequeñas simientes de fraternidad que van penetrando en la cultura y en la opinión pública. No ser lo que el otro es no tiene por qué sonar a insuficiencia, privación, negación («quítate tú, que me pongo yo»). No es necesario “contraerse” para dar espacio al otro; hay más bien que “expandirse”, ensancharse, dilatarse: «El amor –escribió san Agustín– hace que lo que tiene cada uno sea común para todos. Así cada cual tiene lo que ama en los otros y a él le falta. No habrá envidia en esta desigual claridad, porque en todos reinará la unidad» (Comentario al Evangelio de San Juan 67, 2). ¿No es ésta la vocación de toda persona y de toda sociedad humana? Estamos hechos así. Y quienes nos santiguamos desde niños –«en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo»– sabemos que la Unidad de “los Tres” (permítasenos el salto a la teología) ni es subordinación de uno al otro ni hegemonía de uno sobre el otro. Es –son– la Unidad, la Plenitud del Ser. ¿Y no somos nosotros la imagen creada de ese Ser?

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